Hay amores que llegan como la lluvia: sin avisar, sin pedir permiso, empapando de golpe la tierra seca del alma. Así llegaste tú, con esa manera tuya de existir que desarma cualquier lógica, cualquier plan trazado con la prudencia de quien cree conocer los caminos del corazón.
Te amo y no sé explicar el origen de este fuego que me consume. No fue en un momento preciso, no hubo una fecha marcada en rojo en el calendario de mis días. Fue más bien como el amanecer: imperceptible al principio, luego inevitable, hasta que de pronto todo se ilumina y ya no puedes recordar cómo era el mundo en la oscuridad.
Quizás comenzó en la forma en que mueves las manos cuando hablas, dibujando en el aire palabras que solo yo puedo ver. O tal vez en esa risa tuya que suena a campanas de iglesia en domingo, convocando a los fieles del amor. Pudo ser también en el silencio compartido, en esas pausas donde nuestras almas se reconocen sin necesidad de nombres ni apellidos.
Te amo desde un lugar que no aparece en los mapas, desde una geografía íntima donde no llegan las brújulas ni los GPS del entendimiento. Es un amor que nace de lo inexplicable, que se alimenta de lo imposible, que crece en el terreno fértil de lo que no se puede demostrar con fórmulas ni teoremas.
No sé cuándo comenzó este amor, pero sé que ya no tiene fin. Se ha vuelto parte de mi respiración, del ritmo de mi sangre, del modo en que mis ojos ven el mundo. Te amo sin saber por qué, como se aman las cosas esenciales: el aire, el agua, la luz del sol que no pregunta si merece calentar la piel.
Y en esta ignorancia sagrada encuentro la verdad más pura: que los mejores amores son aquellos que no necesitan explicación, que se sostienen en su propio misterio, que florecen en el jardín secreto de lo que simplemente es, sin más razón que la necesidad del corazón de amar y ser amado.
Te amo, entonces, desde este no saber que lo sabe todo, desde esta incertidumbre que es la única certeza que necesito.