Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

Un nuevo encuentro

Había pasado mucho tiempo desde su encuentro anterior, la indecisión y el temor de la princesa a escuchar a su corazón y dejarse guiar por este, habían hecho que se alejara del caballero, sumergiéndose en un trabajo que cada día le parecía más agobiante, asfixiante, no era lo mismo sin él, así que volvió para darle la vida que tanta falta le hacía a él y rescatarlo de su fría cripta.

La rosa que habita el pecho del caballero estaba ahora a su lado convertida en una maravillosa mujer, sonriéndole, hablándole, dándole su amor, nada podía ser mejor.

Habían acordado reunirse en un lugar distinto del  Palacio Real y del Reino Encantado, un lugar donde no los conocieran para dejarlos disfrutar de su mutua compañía y de su amor.

El día era lluvioso, el caballero llegó primero, pero el carruaje de la princesa se retrasaba, hasta que al morir la tarde y pronto a desaparecer la luz, llegó ella sonriendo, bella, resplandeciente, sabiendo que su campeador estaría de pie haciendo guardia a su llegada. Dejó de importar el malestar que desde hacía demasiados días la aquejaba, la disminuía físicamente, todo quedaba atrás, ya estaba con él y eso era todo lo que importaba, mirarlo de frente con su sonrisa franca y su verdosa mirada que a ella fascinaba y enamoraba.

Se abrazaron con intensidad, con alegría, ella que no gustaba de las demostraciones en público, olvidó su naturaleza real, para pasar sus brazos por el cuello del caballero y apretarlo fuertemente hacia ella, las caricias, los abrazos y los besos a hurtadillas no faltaron, no sobraban, eran insuficientes.

Felices y enamorados fueron al palacio que los recibiría y guardaría su encuentro clandestino. Sin dejar de verse, de sentirse, de tocarse, alegres, felices, plenos. Les esperaban varios días para compartir sus alegrías y tristezas y en algún momento su enojo, dado el temperamento cambiante de ella esto no podía faltar. Pero siempre encontraban solución a sus diferencias, ahora era más simple, ella había cambiado mejorando la relación, rápidamente era doblegada por las ocurrencias del caballero que la hacían sonreír o reír abiertamente y su enojo, su aparente enojo, desaparecía, para fundirse en un abrazo, caricias, besos, amorosos reproches y disfrutarse plenamente uno al otro. Nada echaría a perder ese encuentro.

Se contaron algunas cosas de su vida, ambos abrieron su corazón y se escuchaban atentamente, jugaron, caminaron, corrieron y en muchas ocasiones ella se acurrucaba en sus brazo para sentirlo más cerca, todo el tiempo fueron lo que son, uno solo.

Una noche ella le susurró: “No quiero que amanezca”, el calló sus labios con un beso. Otra noche el pidió: “No me envíes nuevamente a la cripta”, ella dijo no con la cabeza y lo calló con un beso.

Esta vez la luna no estuvo presente, ella era la luna del caballero, al dormir sus cuerpos se buscaban, se encontraban no deseaban separarse. No podía faltar su caminata por la playa, tomados de la mano, no podían faltar los amorosos silencios que los envolvían haciendo que el mundo desapareciera, él es su mundo y ella es el de él. Compenetrados más que nunca, tratándose con una confianza sin límites, haciéndose bromas, riendo y disfrutando su compañía, como amigos, amantes, cómplices, grandes compañeros de aventuras, pillerías y sobre todo de vida, eran dos adolescentes alocados y traviesos, dos adultos maduros que se dejaban  guiar por la fuerza de su amor.

No faltaron las dolencias de la frágil salud de la princesa a las que el caballero atendía inmediatamente, quedando atrás en tiempo breve, la cuidaba, amaba hacerlo y lo hacía bien, mejor que nadie, ella lo sabía y lo dejaba hacerlo, pues sabía que no permitiría que nada malo le pasara a ella, el foco de su gran amor.

Hicieron picardías como dos verdaderos trúhanes, robaron algunos bocadillos agua e incluso se escaparon sin pagar de una posada, no porque fueran malos o pobres, sino porque querían compartir sus travesuras, una princesa y un caballero, ambos enamorados haciendo fechorías.

Bailaron, con ropa y sin ella, cantaron uno para el otro, ella lo hacía naturalmente sin que él se lo pidiera, cantaba para él sin importar que a ella no le gustaba hacerlo pues no lo gustaba su voz, hasta que le conoció, su caballero hace que ella rompa algunos hábitos mantenidos por muchos años, ella baja su escudo ante él, que con su tierna mirada y su voz, la hechiza y enamora, porque en él, ella reconoce al amor verdadero, más allá de ese amor único, divino y excelso que ella deseaba, él la lleva hasta lugares desconocidos u olvidados en el interior de ella. Ambos estaban muy enamorados uno del otro, no cabía duda, se notaba, emanaba de ellos, de su piel, de su mirada, de todo su ser.

Se bañaron en el manantial de agua fría y ella descubrió como volverla cálida para gozar aún más del placer de su piel húmeda rozando su cuerpo, era una competencia por quién podía complacer más al otro, se entregaban y se daban constantemente, sin reserva ni pudor,  se hablaban fuerte en la intimidad con palabras que los incitaban y provocaban a amarse más, con todo, a exacerbar el deseo y la pasión, con un solo roce del caballero la piel de ella se erizaba y lanzaba suspiros al aire que él atrapaba con sus labios, llevaban su cariño y su ternura hasta lugares insospechados, ambos se bebían su aliento, su olor, se alimentaban uno del otro, simple y sencillamente… se aman.

Pero el inexorable tiempo los alcanzó, ella dijo que la próxima ocasión estaría mejor, él le dijo que no dejara pasar mucho tiempo. Ella iba rumbo a su carruaje y él le grito delante de todos: “¡Adiós guapa!” reconociendo su voz giró para buscarlo, él volvió a gritar: “¡Aquí arriba!” pues había subido por una escalera para mirarla mejor, ella le sonrió con esa mirada y esa sonrisa llenas de amor por él, el volvió a gritarle: “¡Te amo!” se enviaron un beso a la distancia y sonriendo esa tarde se despidieron… hasta su próximo encuentro.

Esa tarde llovía...

“Solo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible a los ojos”


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