Todos los momentos del día eran especiales. Todos contigo. Todos juntos y únicos, con su propio encanto. En la travesía tan corta que duró esa relación de las mil historias, te juro que sentí entrar a un mundo que no se terminaba.
Por alguna razón que todavía intento descifrar, aquella noche mis ojos y los tuyos se esquivaron, y aquella sonrisa se transformó en un gesto autómata. Me abrazaste, me tomaste de la mano, me dijiste que me querías. La tristeza suele acariciar antes de golpear con fuerza... Nos despedimos sin decir adiós, como si tuviésemos la seguridad de volvernos a ver al día siguiente. Lo diré ahora: no te odio. No puedo. Te llevaste las flores, pero se te cayeron algunos pétalos por el camino. Si quieres mi consejo: no vuelvas. Yo iré a por ti. Regresaré a nosotros.
«A veces hay que matar el amor que nos quita la vida», dijiste. Ahí no había nadie, la claridad de la luna lamía la copa de los árboles, el viento mecía las ramas, las estrellas tiritaban a lo lejos y yo sabía que aquella noche iba a ser la última. Tú me matabas, yo te mataba. Si alguien hubiese visto los episodios de nuestra historia desde el principio, lo entendería todo.
Pero el amor era nuestro, tanto como el dolor, como la incertidumbre. Encerramos nuestro mundo en el búnker de nuestros brazos. Si nos rodeábamos, esa paz nos recorría las venas, nos hacía latir el corazón bajito y comprendíamos que por fin estábamos en el lugar correcto. Así, si cualquiera nos hubiese disparado desde afuera, no nos hubiera hecho ni cosquillas. Escribí sobre eso tantas veces, le hablé a mi silencio de lo hermosa que eras, de lo feliz que yo estaba, de que por fin parecía que el tiempo estaba a mi favor. Le hablé a mi reflejo de lo guapo que yo me veía y de la sonrisa más sincera que afloraba en años. El poeta de detrás del espejo se quedaba callado, como si hubiese aceptado por fin su derrota. Incluso lo triste resultaba hermoso.
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