Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

Mirándome al espejo

Afuera la mañana nublada y lluviosa de primavera, mientras tanto estoy parado frente al espejo decidiendo si me afeito o no, para después vestirme y salir a mis labores cotidianas.

Noto más canas en mi barba de tres días y en mi cabello, miro con más detenimiento mi rostro, sin vanidad ni ostentación, hace mucho que pasé por eso, años, muchos años. Ahora estoy en otro estado, tranquilo, sereno, con más experiencia y viviendo mi mejor momento, en equilibrio... con paz interior.

Repaso cada una de mis pequeñas cicatrices, algunas muy viejas y casi imperceptibles, me refiero a las visibles, a las del rostro, las del corazón no se ven, pero se que están ahí, especialmente la más reciente. Pienso en la habilidad que he adquirido para reconstruirme después de cada caída, tenía que hacerlo, tropiezo mucho porque intento mucho, diría que persevero en mi necedad, hasta conseguir lo que busco.

Hago un rápido y breve repaso de mi vida, no me la complico y cuido de no complicarla a nadie, espero lo inesperado, procuro estar alerta a lo que viene y las cosas más sencillas me alegran el día, así concluyo que estoy bien, que he vivido intensamente cada instante, lo he disfrutado, soy un hombre afortunado... soy feliz.

Me sonrío frente al espejo, satisfecho pero no conforme, tengo muchas cosas por hacer y estoy en ello.

Me visto y salgo sonriendo y silbando una melodía alegre, esa que me gusta tanto cuando las cosas van bien. Decido que la barba crecida está de moda y no me afeito. La verdad es que me ganó la pereza de hacerlo y precisamente por eso sonrío y silbo.

Afuera paró de llover.

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