De noche, la terraza estaba aún tibia y era dulce dejarse junto al mar, con la luna y la música difuminando los jardines, el hotel apagado en donde los famosos ya dormían. Quedábamos los jóvenes.
No sé si la bebida sola nos exaltó, puede que el aire, la suavidad de la naturaleza que hacia más lejanas nuestras voces, menos reales, cuando rompimos a cantar. Fue enconces ese instante de la noche que se confunde casi con la vida. Alguien bajó a besar los labios de la estatua blanca, dentro en el mar, mientras que vacilábamos contra la madrugada. Y yo pedí, grité que por favor que no volviéramos nunca, nunca jamás a casa.
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