Llegó ese momento en que los amantes
tienen ya los labios adoloridos
de comerse uno al otro.
Y hasta el viento que los toca
enciende de nuevo sus sensaciones.
A esa hora más que a ninguna,
las palabras pueden ser bravos detonantes
y, en apariencia desde la nada:
desde el aire que cabe en sus vocales,
pueden avivar una y otra vez
el fuego de la sangre.
Porque los amantes son frágiles
como papel
ante el roce ardiente de ciertas palabras.
Los amantes se miran con los dedos
pero se dibujan y se tocan con la boca.
Los amantes se escuchan
incluso a través de sus silencios.
Los amantes se describen,
se reinventan, acuñan términos
que en sus labios lucen nuevos.
La palabra de un amante es una cosa,
un objeto de aire
que de pronto se aviva
y late a la temperatura
y al ritmo del cuerpo.
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