Una de las razones por las que no me resulta fácil abrir mi vida a las personas, incluso a las más cercanas a mí, es por las experiencias previas que he tenido, en las que nunca o casi nunca he terminado satisfecho de una de esas conversaciones.
Mis amigos suelen reírse de mis confidencias (no sé si es porque mi manera de contar las situaciones es realmente graciosa o porque sólo encuentran placer en mis experiencias dolorosas), y mis conocidos no suelen mostrar tanto interés, como es de esperarse, pues no me prestan atención suficiente y suelen cambiar de tema al final de mi relato o a mitad de él, interrumpiéndome de una manera frívola y hasta descarada.
Es por eso que he convenido en dialogar conmigo mismo, explorar mis aristas con suma delicadeza, calcular, enmendar si es necesario y procurar hallar soluciones o consuelo desde afuera hacia dentro, como un hombre que aprende a ser autosuficiente, no por poseer una pro-mverbial capacidad de resiliencia, sino por una gran necesidad de supervivencia emocional.
He sido empujado a buscar esta salida; no se trata de un camino que haya elegido de manera voluntaria.
Con el paso del tiempo esto se ha vuelto costumbre y hasta he aprendido a caminar por la vida sin esperar nada de nadie, pero siempre cargando con ese deseo interno de que alguien se acerque, sea capaz de cruzar las fronteras de silencio y distancia tras las que suelo parapetarme con el fin de protegerme, y logre descifrar mis enigmas hasta descubrir en mi interior a ese ser necesitado de atención y compañía que tanto tiempo lleva oculto por capas y capas de indiferencia ajena...
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