En la ciudad de Macondo, donde los vientos de la soledad soplaban sin cesar, dos enamorados se encontraron por casualidad. Él, un joven de ojos tristes y labios llenos de promesas, ella, una muchacha de cabello largo y sonrisa melancólica. La magia de la noche los envolvió en un abrazo de pasión y ternura, y en sus almas despertó un fuego que nunca antes habían conocido.
Él le habló de las estrellas, de cómo cada una era un mundo lleno de secretos y maravillas. Ella le contó de las flores, de cómo cada una tenía un perfume único y embriagador. Juntos, crearon un lenguaje secreto, una danza de palabras y susurros que solo ellos entendían.
Pero en Macondo, la soledad era una sombra que siempre acechaba. Y el tiempo, como un río sin fin, se llevaba todo a su casa. El joven y la muchacha sabían que su amor era frágil y efímero, como una burbuja que se desvanecía al primer contacto con la realidad.
Y sin embargo, se aferraban a él con todas sus fuerzas, como a un clavo ardiendo en la más oscura de las noches. Porque en sus corazones sabían que su amor era un tesoro precioso, una joya que brillaba con luz propia en medio de la tiniebla.
Así, entre la soledad y la magia, dos enamorados se encontraron y se amaron. Y aunque el viento seguía soplando sin cesar, en sus almas encontraron un refugio donde el tiempo se detenía y la soledad se convertía en un recuerdo lejano.
Y en esa ciudad mágica y solitaria, el joven y la muchacha vivieron un amor que trascendió las fronteras del tiempo y el espacio, un amor que fue y sería por siempre.
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