Escribíamos los versos, amor, con la tinta invisible del alba, cuando el mundo aún dormía y solo nosotros, en la penumbra de un cuarto sin relojes, conspirábamos contra el tiempo. En tu mirada y la mía se tejían estrofas de silencios, versos que no necesitaban palabras porque se escribían con el roce de las pieles, con el latido que se escapaba del pecho y se volvía poema.
El amor recitado, entre tus labios y mi boca, no era un canto perfecto, no, era más bien un murmullo torpe, un balbuceo de deseos que se enredaban como hilos sueltos, como si quisiéramos coser el instante al infinito. Tus ojos, dos faros en la niebla, me guiaban hacia puertos sin nombre, y mi voz, temblorosa, recitaba promesas que no sabíamos si cumpliríamos, pero que eran ciertas en ese instante, en ese rincón donde el mundo no tenía permiso para entrar.
Escribíamos los versos, amor, en la hoja en blanco de nuestras manos entrelazadas, en la curva de tu risa que rimaba con mi torpeza, en el susurro de tu aliento que encontraba eco en mi garganta. Y aunque el poema nunca estuvo terminado, aunque siempre le faltó un verso, una palabra, un suspiro, era nuestro, tan nuestro como el aire que compartíamos en cada abrazo, como el latido que se volvía música entre tus labios y mi boca.
Y así, amor, seguimos escribiendo, aunque el papel se gaste, aunque las letras se desvanezcan en el viento. Porque en tu mirada y la mía, en el amor recitado, en el espacio sagrado entre tus labios y mi boca, los versos no mueren: se hacen eternos, como nosotros, que nunca supimos ser otra cosa que poetas del instante.
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