Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

HABÍA TANTO QUE DECIR

Había tanto que decir, pero las palabras se nos enredaron en la garganta, como si el aire de la noche las hubiera atrapado en un susurro torpe, en un murmullo que no sabe ser voz. Estábamos allí, bajo un cielo que no prometía nada, solo estrellas cansadas y una luna que parecía mirarnos con envidia. Tus ojos, dos faroles encendidos en la penumbra, me hablaban de cosas que no tienen nombre, de esas verdades que no caben en las frases. Y yo, torpe como siempre, quise decirte que el mundo era menos mundo sin tu risa, que el tiempo se me deshacía en los dedos cuando no estabas, que cada paso sin ti era un tropiezo. Pero no dije nada. 

En cambio, nos besamos. Nos besamos como si los labios fueran el único idioma posible, como si cada roce pudiera contar lo que las palabras no saben. Había tanto que decir, tanto que explicar, tanto que confesar, que no paramos de besarnos. Cada beso era una frase incompleta, un verso a medio escribir, una promesa que no necesita juramento. Tus manos en mi nuca, mi aliento tropezando con el tuyo, y el silencio que se volvía cómplice, que se reía de nosotros porque sabía que no hacía falta hablar. 

El viento traía rumores de la ciudad, de las calles que seguían su rutina sin saber que nosotros, en ese rincón de sombras, estábamos inventando un idioma nuevo. Un idioma de piel, de pausas, de latidos que se enredan. Y cuando al fin nos separamos, con las bocas todavía temblando de tanto no decir, supe que no hacía falta. Porque todo lo que no dijimos, lo llevamos escrito en la piel, en la memoria de los besos, en ese instante que no pide explicaciones. Había tanto que decir, pero nos bastó con besarnos.

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