En la esquina de tu risa, donde el mundo se detiene y el aire se vuelve un susurro tibio, quiero matarte a besos. No con la furia de los finales, no con la urgencia de los que huyen, sino con la calma de quien encuentra un hogar en la curva de tus labios. Cada beso, un ladrillo para construir un refugio donde el tiempo no nos alcance, donde las horas se queden afuera, mirando con envidia.
Y luego, cuando la noche se desarme en pedazos de estrellas, quiero morir en tus brazos. No es la muerte de los cementerios, no es la sombra que asusta. Es un morir suave, como deslizarse en un río que no pregunta, que solo abraza. Tus brazos, ese país sin fronteras donde los miedos se disuelven, donde mi piel encuentra su idioma.
Quiero que el mundo sea ese instante: tus ojos como faros, mi corazón un barco que no busca puerto. Matarte a besos, sí, hasta que no quede nada más que el eco de nosotros. Morir en tus brazos, hasta que la vida entienda que no hay mejor manera de ser eterno.
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