Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

CUANDO LAS ALMAS SE RECONOCEN

En el silencio del instante, donde el tiempo se quiebra como un cristal y los fragmentos caen en un río sin orillas, dos almas se encuentran. No hay palabras, no hay gestos: solo el fulgor de un reconocimiento antiguo, como si el universo, en su danza ciega, hubiera conspirado para cruzarlos en este punto exacto del espacio. Son espejos que se miran, reflejos de una luz que no conoce principio ni fin, y en ese reflejo se disuelven las sombras del mundo.

Nada podrá separarlas. Ni el viento que arrastra los nombres, ni la carne que se deshace en el abrazo del tiempo, ni las distancias que miden los pasos perdidos en la noche. Porque cuando las almas se reconocen, el universo entero se pliega, las estrellas se convierten en brasas de un mismo fuego, y el vacío se llena de un latido que no es de este mundo. Son una sola corriente, un río subterráneo que corre bajo la piel del instante, un susurro que atraviesa los siglos.

El mundo seguirá girando, con su rumor de mercados y guerras, con sus relojes que mastican los días. Pero ellas, las almas, han encontrado su centro. Se han visto en el relámpago del encuentro, en el destello que no hay sombra que lo apague. Y aunque los caminos se bifurquen, aunque la niebla del olvido intente borrar sus rostros, permanecerán unidas, como dos notas de una melodía que el silencio no puede deshacer.

Cuando las almas se reconocen, nada podrá separarlas. Son el eco de un instante que es todos los instantes, la chispa que enciende el alba del eterno. Y en ese reconocimiento, el mundo se vuelve transparente, y la vida, un poema que ellas mismas escriben con la tinta invisible del amor.

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