Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

LOS DÍAS NUBLADOS

Me gustan los días nublados, cuando el cielo se pliega sobre sí mismo, como un pensamiento que duda antes de nacer. Hay una intimidad en la luz difusa, un susurro que no se atreve a ser grito, una pausa que abraza el mundo con su gris suavidad. El sol, escondido, no impone su reinado; deja que la tierra respire, que las sombras se mezclen con los contornos, que todo sea un poco más incierto, más humano.

En los días nublados, el tiempo se detiene, pero no muere. Es un instante que se contempla a sí mismo, un espejo empañado donde los reflejos no son claros, pero son verdad. Camino bajo ese cielo que no promete nada, y sin embargo lo da todo: la posibilidad de imaginarlo todo. Las nubes son palabras sin forma, poemas que se escriben y se borran en el mismo aliento. Son la memoria del agua, la nostalgia del océano que alguna vez fuimos.

Me gustan los días nublados porque en ellos el mundo se parece a mí: ni radiante ni oscuro, sino suspendido, buscando su propio sentido entre la bruma. En su silencio, escucho el latido de lo que aún no es, de lo que podría ser. Y en ese gris, que no es color sino todos los colores en secreto, me encuentro con lo que soy: un hombre que camina bajo el peso leve de un cielo que no cae, pero tampoco se alza. Un cielo que, como yo, simplemente es.

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