En el umbral del instante, donde el tiempo se quiebra como un espejo roto, la ciudad murmura su secreto: prohibido el paso. No es un letrero, no es una valla de hierro ni un grito de centinela. Es un silencio que pesa, un vacío que respira en las grietas de las piedras, en los ojos entrecerrados de las ventanas, en el latido detenido de las calles.
El aire se detiene, suspenso, como si el mundo entero contuviera el aliento. Prohibido el paso: pero ¿a dónde? ¿Al otro lado del río, donde las sombras se trenzan con los reflejos del agua? ¿Al interior del instante, ese lugar sin nombre donde el yo se disuelve y se convierte en un murmullo de estrellas? La puerta no está cerrada, no hay candado ni cerrojo, pero el umbral arde con una llama invisible.
Camino, y mis pasos son preguntas. Cada adoquín, un acertijo; cada esquina, un verso que se deshilacha. Prohibido el paso, dice el viento, pero el viento miente: sus dedos deshacen los nudos del espacio, me invitan a cruzar, a ser el intruso en el reino de lo inmóvil. ¿Y si el paso mismo fuera la transgresión? ¿Y si caminar fuera un acto de rebeldía contra el mandato del tiempo, contra la quietud que nos reclama?
En el centro de la plaza, un árbol extiende sus ramas como un poema que no termina. Sus hojas susurran: pasa, pero no mires atrás. Prohibido el paso, sí, pero también prohibido quedarse. El mundo es un umbral, un arco de instantes que se abren y se cierran. Cruzo, y al cruzar me vuelvo otro: un eco, una sombra, un fragmento de luz que se pierde en el laberinto del ahora.
Prohibido el paso, pero el paso se da. Y en ese paso, el universo respira.
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