Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

NOCHE DE LLUVIA

La noche se derrama, líquida, sobre el silencio. Es un espejo roto, un cristal que tiembla en la penumbra, donde la ciudad se desdibuja como un sueño que se olvida al alba. La lluvia canta, no con palabras, sino con un murmullo que es todas las palabras y ninguna: un idioma de gotas, un alfabeto de reflejos. Cada charco guarda un fragmento de cielo, un pedazo de nube que se deshace entre los dedos del viento. 

En la noche de lluvia, el tiempo se detiene, pero no es quietud: es un vértigo lento, un girar de sombras que se abrazan y se disuelven. Las luces de los faroles tiemblan, como si dudaran de su propia existencia, y los árboles, empapados, susurran secretos que nadie descifra. Hay un instante en que todo es transparente: el aire, la memoria, el latido del corazón que se confunde con el tamborileo del agua.

Oh noche, oh lluvia, eres un puente entre lo que soy y lo que no sé que soy. En tu caída, en tu canto sin fin, me encuentro y me pierdo. Eres un poema que no necesita escribirse, porque ya está escrito en el reverso de las hojas, en el eco de los pasos que se alejan, en el suspiro de la ciudad que duerme bajo tu manto. 

Y yo, aquí, bajo el umbral de tu sombra húmeda, escucho. No espero nada, pero todo llega: el aroma de la tierra despierta, el roce de una gota en mi piel, la certeza de que esta noche, esta lluvia, es un instante eterno, un relámpago que no ilumina, sino que abraza.

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