La noche es un lienzo negro donde la lluvia traza su caligrafía secreta, un idioma de hilos plateados que se quiebran al tocar la tierra. Y tú, en el umbral de la sombra, eres un reflejo que respira, un eco que la lluvia acaricia con dedos de agua. La ciudad duerme, o tal vez sueña, bajo el peso de esta cortina líquida, pero tú estás despierta, inmóvil, como un faro que no guía, sino que contempla.
La lluvia nocturna murmura tu nombre, no en palabras, sino en el ritmo de su caída, en el susurro que se desliza por los tejados y se cuela en las grietas del silencio. Eres tú, pero también eres la noche: un misterio que se desdobla en el espejo roto de un charco, donde la luna se fragmenta y se recompone. Cada gota es un verso, cada reflejo un pensamiento que no se dice, pero se siente.
Bajo la lluvia, el tiempo se curva, se vuelve un círculo donde tú y la noche se encuentran, se miran, se reconocen. Eres el latido que responde al tambor del agua, el instante que no huye, sino que se detiene a escuchar. La lluvia te envuelve, te nombra, te disuelve en su canto sin fin, y en esa disolución te encuentras: no eres solo tú, eres también el relámpago que no cae, la sombra que no pesa, el suspiro que la noche guarda en su pecho húmedo.
Oh lluvia nocturna, oh tú, eres una misma pregunta sin respuesta. En tus reflejos, en tus silencios, se escribe un poema que no necesita papel, porque vive en el roce de una gota contra la piel, en el eco de un paso que se pierde en la calle mojada, en el abrazo fugaz de la noche que, al alba, se desvanecerá, pero nunca se olvida.
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