Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

EL INSTANTE SE QUIEBRA

El aire es un espejo roto. En sus fragmentos, el tiempo se detiene, pero no muere. Camino entre los pedazos, y cada uno refleja un rostro que no reconozco: el mío, el tuyo, el de nadie. La ciudad respira bajo el sol, un jadeo de piedra y sombra, y en sus calles el eco de un tambor invisible marca el paso de los siglos. ¿Quién toca ese tambor? ¿Es el corazón del mundo o el latido de mi sangre?

El agua del río murmura secretos que no entiendo. Su corriente arrastra nombres, fechas, promesas que se deshacen como espuma. Me detengo en la orilla, y el reflejo de mi sombra se funde con la sombra del sauce. Somos uno, y somos nada. La dualidad se desvanece en el instante, pero el instante es un cuchillo: corta, sangra, cicatriza. 

Amor, dices, y la palabra se quema en mi boca. Es un fruto maduro que estalla en el paladar, dulce y amargo, semilla y ceniza. Te busco en el laberinto de mi piel, pero sólo encuentro el eco de tus pasos, el roce de tu ausencia. ¿Eres tú o es el viento quien me abraza? La carne es un templo, y también una ruina. En su altar, ofrezco mi silencio.

El cielo se inclina, pesado de estrellas. Cada una es un ojo que me mira, un ojo que no parpadea. ¿Qué ven en mí? Soy un hombre, un instante, un soplo. Pero en el vértigo de esa mirada, soy también el desierto, la ola, el relámpago que parte el roble. Todo converge en este punto, en este ahora que se desvanece mientras lo nombro. 

Y sin embargo, hay un puente. Entre el yo y el tú, entre el ahora y el nunca, se tiende un hilo de luz, frágil como el alba, fuerte como la muerte. Lo cruzo con los ojos cerrados, guiado por el rumor de tu voz, que es también la voz del mundo. Al otro lado, no hay fin, no hay comienzo: sólo el eterno girar de la danza, el círculo que se cierra y se abre, el instante que se quiebra para volverse entero.

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