Como el río que, sin apuro, encuentra su cauce entre rocas antiguas, así llegaste tú: sin ruido, sin alarde, sin la urgencia de los amores que se anuncian a gritos. Fue un susurro, una caricia inadvertida que atravesó mis barreras sin resistencia, porque no había muros, solo puertas abiertas esperando ser cruzadas.
Primero fue tu risa, esa melodía que se filtró entre las grietas de mis días apagados y los encendió de luz sin que yo lo notara. Luego, la forma en que decías mi nombre, como si lo descubrieras por primera vez, con la delicadeza de quien sostiene algo frágil y sagrado. Tus manos llegaron después, también sin prisa, dibujando caminos invisibles sobre mi piel, revelando territorios que no conocía pero que, de algún modo, me pertenecían.
No hubo lucha, solo aceptación. No hubo irrupción, sino bienvenida. Entraste en mi corazón como entra la primavera en los campos: sin romper nada, sin exigir, solo con la certeza serena de lo que está destinado a florecer. Cada latido empezó a hablar tu idioma sin dejar de ser mío, cada respiro llevaba tu eco como un secreto compartido.
Ahora vives en mis pausas, acompañas mis vacíos, y cuando la noche se vuelve demasiado inmensa para mi cuerpo, tu recuerdo se despliega en mi interior como un refugio cálido. Entraste con calma en mi corazón, y ahora no distingo tus límites de los míos, porque el amor auténtico no divide, solo une en la armonía perfecta de dos almas que aprendieron a latir juntas.
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