Hay una primavera en tus ojos que yo ya no reconozco en los míos, una luz que baila con la urgencia de quien aún cree que el tiempo es infinito. Tus manos buscan las mías con la sed de agosto, mientras las mías tiemblan con la sabiduría del otoño que ya conozco de memoria. Entre nosotros se extiende un puente hecho de diferencias: tú corres hacia el futuro como quien persigue mariposas, yo camino con la cadencia de quien ha aprendido a saborear cada paso.
Cuando ríes, el mundo se hace más pequeño y más grande a la vez. Tu risa es un idioma que yo había olvidado hablar, una música que creía perdida en algún cajón de mi juventud. Me enseñas palabras nuevas para emociones viejas, me regalas la extraña sensación de ser al mismo tiempo tu maestro y tu alumno. En tus labios descubro que el amor no entiende de calendarios ni de líneas que el tiempo dibuja alrededor de nuestros ojos.
Hay noches en que me pregunto si soy el guardián de tu inocencia o el ladrón de tu inexperiencia. Hay mañanas en que despiertas con proyectos que a mí me parecen sueños hermosos e imposibles, y entonces comprendo que el amor verdadero no es encontrar a alguien de tu edad, sino a alguien que haga que tu alma se sienta joven otra vez. Tú me devuelves el asombro, yo te doy la certeza. Tú me regalas el vértigo, yo te ofrezco el refugio.
Y así vivimos este amor extraño y perfecto, donde tus primeras veces se encuentran con mis últimas esperanzas, donde tu futuro por escribir se abraza con mi presente ya tatuado de cicatrices y sabiduría. Porque al final, descubro que la edad no es más que una mentira que se deshace cuando dos almas deciden amarse sin pedir permiso al tiempo.
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