La melancolía se cuela por las rendijas de la ventana, como un huésped que no avisa pero siempre llega. Es un rumor de tango viejo, un disco rayado que insiste en su estribillo de ausencias. Camino por las calles de mi barrio, y los adoquines parecen susurrar nombres que ya no contesto. Hay un café en la esquina donde solíamos reír, pero ahora la silla de enfrente está vacía, y el pocillo de café se enfría sin que nadie lo toque.
No es tristeza, no. La melancolía es más sutil, un peso leve que se posa en el pecho, como una carta que nunca abriste pero sabes de memoria. Es el eco de un amor que se fue, de un amigo que partió, de un sueño que se quedó en borrador. Me siento en el banco de la plaza, miro las palomas que picotean migajas, y pienso que ellas también cargan su pequeña melancolía, la de alas que vuelan pero no saben a dónde.
Y sin embargo, hay algo dulce en este sentir. Como si la melancolía me recordara que estoy vivo, que he querido, que he perdido, que he sido. Entonces enciendo un cigarrillo, aunque no fumo, solo por imitar a los poetas que le cantaron a este nudo en la garganta. Y escribo, porque escribir es mi manera de abrazar a la melancolía, de decirle que está bien, que puede quedarse un rato, pero que no se acostumbre. Porque mañana, quién sabe, tal vez el sol se atreva a romper esta niebla, y yo, con mi terquedad de siempre, volveré a buscarle pelea a la vida.
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