Pertenezco a los días grises, esos que se cuelan por las rendijas de las persianas y tiñen el aire de una melancolía sin nombre. Días que no piden permiso, que se sientan a la mesa sin invitación, trayendo en su equipaje nubes pesadas y un silencio que pesa más que las palabras.
Pertenezco a las bibliotecas vacías, donde los libros esperan pacientes, con sus páginas amarillentas susurrando historias que nadie escucha. Camino entre estantes polvorientos, rozando con los dedos lomos gastados, y siento que los personajes me miran, preguntándose por qué no los libero de su encierro.
Pertenezco a los poemas tristes, a esos versos que se escriben con el corazón apretado, cuando la noche es demasiado larga y la tinta se mezcla con lágrimas. Poemas que no buscan aplausos, que se conforman con ser un grito mudo, un desahogo que se pierde en el viento.
Pertenezco a los amaneceres solitarios, cuando el mundo aún duerme y el cielo se despereza con un rubor tímido. Me siento en el borde del día, con una taza de café que se enfría entre mis manos, y observo cómo la luz lucha por abrirse paso, como si también ella dudara de su derecho a existir.
Pertenezco a las palabras no dichas, esas que se atascan en la garganta, que pesan como piedras en el pecho. Palabras que pudieron cambiarlo todo, pero se quedaron atrapadas en el miedo, en el orgullo, en el instante que pasó demasiado rápido. Ahora son fantasmas que me visitan en sueños, reclamando su voz.
Pertenezco al arte que no busca ser comprendido, al trazo torpe que no aspira a museos, a la melodía rota que no suena en radios. Arte que nace para ser libre, para ser un refugio, un espejo donde el alma se mira sin máscaras, sin esperar que alguien aplauda su verdad.
Y en esta pertenencia, me encuentro. No en las multitudes, no en los días radiantes, no en los éxitos que se exhiben. Me encuentro en lo que no brilla, en lo que no se nombra, en lo que simplemente es. Porque en lo gris, en lo vacío, en lo triste, también hay vida. También hay hogar.
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