Había una liturgia silenciosa en sus manos cuando medía el agua, cuando contaba los granos como si fueran promesas. Ella sabía que el amor no se declara siempre con palabras grandilocuentes, sino con gestos que se vuelven ceremonia, con actos que se repiten hasta convertirse en idioma secreto. El café era su manera de decir lo que la garganta no sabía pronunciar.
Él despertaba y ya estaba el aroma navegando por la casa, como un barco que regresa de tierras lejanas cargado de especias y ternura. No era solo café lo que hervía en esa cafetera oxidada que heredó de su abuela; era la paciencia convertida en líquido, la madrugada domesticada, el cuidado que se sirve en taza pequeña y se bebe a sorbos lentos.
Cuando le entregaba la taza, sus dedos se rozaban apenas un segundo, pero ese segundo contenía toda la eternidad que necesitaban para entenderse. Él bebía y en cada sorbo reconocía el sabor de ser amado: amargo y dulce a la vez, caliente como el cuerpo que duerme a su lado, fuerte como la certeza de que mañana, otra vez, despertará con el mismo ritual.
No hacían falta las palabras cuando el café hablaba por ellos. No hacían falta los juramentos cuando cada mañana era una renovación del contrato silencioso que habían firmado con miradas y con tazas compartidas. Él sabía que mientras ella siguiera preparándole café, seguiría siendo el hombre más amado del mundo, el único destinatario de esa ofrenda cotidiana que convierte el despertar en sacramento.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario