La edad llega como una sombra que se alarga al atardecer, sin prisa pero sin pausa, transformando el paisaje de los días en algo distinto a lo que fue. Ya no corro hacia las cosas; ahora ellas vienen a mí, despacio, con la sabiduría de quien conoce el peso exacto de cada momento. Las manos que una vez temblaron de ansiedad ahora tiemblan de experiencia, y en cada arruga hay una historia que merece ser contada.
He aprendido que la juventud es un país del que emigramos sin darnos cuenta, llevando en el equipaje apenas algunos recuerdos y la certeza de que nunca volveremos a ser los mismos. Pero qué alivio descubrir que no es una pérdida, sino una ganancia: cambiar la velocidad por la profundidad, la urgencia por la contemplación, los gritos por los silencios que dicen más que mil palabras.
Con la edad, los espejos se vuelven más honestos y menos importantes. El rostro que me devuelven ya no es el que esperaba ver, pero es el único que tengo, y en él reconozco no solo mis años, sino los años de todos los que amo. La belleza ya no está en la piel tersa sino en la mirada que ha visto mucho y perdona más.
Los libros pesan igual, pero las páginas significan más. Cada lectura es un reencuentro con versiones anteriores de mí mismo, un diálogo entre quien fui y quien soy ahora. Las mismas palabras dicen cosas diferentes, porque quien las lee ha cambiado. El tiempo no es solo duración; es también transformación.
Con la edad viene la libertad de no tener que demostrar nada, de ser simplemente quien se es, sin disculpas ni pretensiones. Es el privilegio de haber sobrevivido a las tempestades y poder contar cómo se ve el mundo desde la orilla, después del naufragio y después de la calma. Es la edad del después, cuando finalmente podemos permitirnos ser.
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