Hay algo primitivo en esta necesidad de vigilancia, algo que viene de cuando el hombre era apenas un susurro en la caverna y los depredadores acechaban en la oscuridad. La espalda desprotegida es la metáfora perfecta de nuestra condición humana: expuestos, frágiles, siempre a merced de lo que no podemos ver ni controlar.
Cuando me siento de frente a la puerta, soy el guardián de mi propio destino. Veo llegar a los que vienen con flores y a los que traen espinas. Puedo leer en sus rostros las intenciones que esconden, puedo prepararme para la caricia o para la herida. La puerta se convierte entonces en el marco de una película que no he escrito pero que debo protagonizar.
En cada café, en cada reunión, en cada espacio donde la vida me convoca, busco instintivamente esa posición estratégica que me permita ser el primero en saber qué es lo que se acerca. No es paranoia, es sabiduría ancestral. No es desconfianza, es el arte de sobrevivir con dignidad en un mundo donde las puertas se abren y se cierran con la misma facilidad con que se rompen los corazones.
Porque al final, sentarse dando la espalda a la puerta es como caminar por la vida con los ojos cerrados: un acto de fe que no todos podemos permitirnos.
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