Hay mañanas en que el café sabe a tu risa, y yo que creía haber aprendido a desayunar solo. Me levanto con la certeza de que hoy será diferente, de que hoy podré caminar por la ciudad sin buscar tu silueta en cada esquina, sin convertir cada mujer de pelo castaño en una posibilidad de encuentro. Pero entonces veo una pareja compartiendo auriculares en el metro y todo se desmorona como castillo de naipes bajo la lluvia.
Estoy tratando de no extrañarte, te lo juro por lo más sagrado que me queda—que es poco, pero algo es algo—. He reorganizado los muebles para que la casa tenga otra geometría, he cambiado las sábanas por unas que no conocen el mapa de tu cuerpo, he aprendido a cocinar para uno sin que me sobre la mitad de todo. Pero las canciones siguen siendo traidoras, y hay melodías que son como llaves maestras que abren todos los cuartos cerrados de la memoria.
Me está saliendo mal este experimento de la indiferencia. Cada día que pasa sin verte se acumula como polvo en los rincones, y yo que pensaba que el tiempo era detergente, que lavaba las heridas hasta dejarlas sin color. Pero no: el tiempo solo las hace más precisas, más nítidas, como fotografías que se revelan en el cuarto oscuro del pecho. Y entonces te extraño con una precisión quirúrgica, con la exactitud de quien conoce de memoria cada lunar de tu espalda.
Estoy tratando, palabra de honor, pero me traicionan las costumbres: aún compro dos naranjas en el mercado, aún dejo el lado derecho de la cama sin arrugar, aún contesto el teléfono esperando tu voz del otro lado. Y cuando llueve—que últimamente llueve demasiado—me acuerdo de cómo odiabas mojarte los pies, de cómo corrías buscando refugio mientras yo me quedaba parado bajo el agua, mirándote como quien mira un milagro.
Pero me está saliendo mal, muy mal, porque extrañarte se ha vuelto una disciplina que practico sin darme cuenta, como respirar o parpadear. Y aunque me repito que tengo que aprender a quererte en pasado, que tengo que conjugar tu nombre solo en pretérito, hay algo en mí que se rebela, que insiste en mantenerte presente, viva, latiendo en el presente continuo de la nostalgia.
Al final, creo que estoy tratando de no extrañarte de la misma manera que uno trata de no pensar en un elefante rosa: es imposible, porque el esfuerzo mismo de no hacerlo es ya una forma de hacerlo. Y quizás eso está bien, quizás extrañarte mal es mejor que no extrañarte en absoluto, porque significa que algo real pasó por aquí, que no todo fue espejismo en este desierto que llamamos vida.
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