Había en ese espacio de espejos y hierro una revelación que no esperaba encontrar. Entre el sonido rítmico de las pesas que caen y se alzan, entre el vapor que se escapa de los cuerpos en esfuerzo, descubrí que mi alma también sudaba, también se fortalecía. El gimnasio no era solo un lugar para esculpir músculos; era un templo donde mi mente aprendió a respirar de nuevo.
Cada repetición era una oración, cada serie un mantra que alejaba los demonios internos que por tanto tiempo habían habitado en los rincones oscuros de mis pensamientos. La endorfina se volvió mi nueva religión, y el cansancio físico, paradójicamente, me devolvió la energía que creía perdida para siempre. En el espejo no solo veía cambiar mi cuerpo; contemplaba cómo se transformaba mi relación conmigo mismo, cómo la disciplina del músculo educaba también la disciplina del espíritu.
Las mancuernas se convirtieron en mis confidentes silenciosos, testigos de mis batallas más íntimas. Cada gota de sudor que resbalaba por mi frente llevaba consigo una preocupación, un miedo, una ansiedad que se disolvía en el aire acondicionado de ese santuario moderno. Y mientras mi cuerpo se endurecía, mi alma se ablandaba, encontraba esa flexibilidad emocional que había perdido en los laberintos de la rutina y el estrés.
Ahora entiendo que no solo levanté pesas; levanté también el peso de mis propias limitaciones. No solo corrí en la caminadora; corrí hacia una versión de mí mismo que había olvidado que existía. El gimnasio me devolvió no solo la salud del cuerpo, sino esa otra salud, la invisible, la que se mide en sonrisas genuinas y noches de sueño reparador, en la capacidad renovada de enfrentar cada día como una nueva oportunidad de ser mejor.
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