Me enamoré de la manera en que caminaba entre las sombras de la ciudad, como si fuera la única que conociera el secreto de convertir el asfalto en arena tibia, de transformar el ruido en música callada que solo tú podías escuchar.
Fue por sus manos, que hablaban un idioma anterior a las palabras, un lenguaje de gestos que tu corazón traducía sin diccionario. Por la forma en que se detenía ante las ventanas de las librerías viejas, como si en cada título pudiera encontrar la clave de algún misterio que ustedes dos habían comenzado a descifrar juntos.
Me enamoré porque cuando reía, el tiempo se olvidaba de seguir su curso, y las calles de la ciudad se volvían senderos de pueblo donde podían caminar descalzos hasta el fin del mundo.
Porque en su silencio había más música que en todas las canciones que habías escuchado, y en su presencia descubriste que el amor no es un sentimiento que llega, sino un territorio que se habita, una geografía nueva donde cada rincón tiene el sabor de lo eterno y cada momento es una pequeña revelación de que la vida, después de todo, valía la pena ser vivida.
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