Ven, acércate sin miedo, extiende esos dedos que conocen el frío de la soledad y el calor de las promesas rotas. Dame la mano, esa mano que escribe y borra, que acaricia el aire buscando certezas en el vacío. Dame esa palma donde se acumulan las líneas del destino como surcos en tierra árida esperando la lluvia. No me des palabras ahora, no me des explicaciones ni justificaciones, no me des nada más que ese gesto simple, ese contacto primitivo que nos devuelve a lo esencial, a cuando éramos criaturas sin lenguaje y nos entendíamos mejor que ahora, cuando todo lo nombramos y al nombrarlo lo perdemos.
Porque mira, hemos llenado el mundo de versos, hemos construido catedrales de metáforas donde nos refugiamos del mundo real, donde el dolor duele demasiado y la felicidad es tan frágil que apenas la tocamos se deshace como pompa de jabón. Hemos hecho de la poesía una jaula de oro, hermosa pero prisión al fin, y nos hemos olvidado de que las palabras nacieron para liberarnos, no para encerrarnos. Nos hemos vuelto adictos a la belleza del lenguaje, a la cadencia perfecta, al ritmo que mece pero no despierta, y en ese mecerse nos hemos dormido, hemos perdido el contacto con la tierra bajo nuestros pies, con el cielo que nos llama desde arriba.
Dame la mano y salgamos de esta biblioteca infinita donde cada libro es un mundo que no habitamos realmente, donde somos espectadores de vidas imaginadas mientras la nuestra transcurre en penumbra. Dejemos que los poemas se escriban solos, que las palabras vuelen como pájaros migratorios hacia destinos que no necesitan ser cartografiados. Dejemos que la poesía nos abandone por un momento, o mejor dicho, dejemos de atraparla con nuestras redes de símbolos y metáforas, dejémosla ser lo que quiere ser: viento, suspiro, grito, silencio.
¿Sabes qué pasa cuando dejas de escribir sobre la vida y empiezas a vivirla? Que tus manos se ensucian de tierra, que tus pies se llenan de ampollas, que tu corazón late desacompasado y real, sin la métrica perfecta del endecasílabo. Que el dolor no rima con amor, sino que es algo más complejo, más sucio, más verdadero. Que la alegría no necesita ser comparada con el sol ni con el trino de ningún pájaro, porque es ella misma, pura, sin adornos, como la risa de un niño que no sabe todavía que existe la tristeza.
Ven conmigo y caminemos por calles que no aparecen en ningún poema, calles grises y prosaicas donde la gente compra pan y discute el precio, donde se forman las filas del banco y alguien silba una canción olvidada. Miremos esas vidas que transcurren sin épica, sin héroes ni villanos, solo personas que despiertan y duermen, que aman torpemente, que pierden y siguen, que caen y a veces no se levantan. Porque ahí, en esa aparente monotonía, late algo más grande que cualquier verso: late la vida misma, esa fuerza obstinada que nos mantiene respirando incluso cuando no encontramos razones poéticas para hacerlo.
Dame la mano y crucemos el umbral donde la poesía deja de ser escritura y se convierte en acción, en movimiento, en ese instante preciso en que dos personas se miran y se reconocen sin necesidad de palabras. Donde el silencio no es ausencia sino presencia plena, donde no hace falta decir "te quiero" porque el querer está ahí, en el gesto, en la mirada, en esa mano que sostiene otra mano y no la suelta aunque el mundo se derrumbe.
Porque hemos escrito tanto sobre el amor que nos hemos olvidado de amar, hemos teorizado tanto sobre la libertad que nos hemos encadenado a nuestras propias teorías, hemos poetizado tanto sobre el vuelo que hemos olvidado cómo se abren las alas. Y ahora estamos aquí, tú y yo, rodeados de páginas escritas, de borradores y versiones definitivas que nunca son definitivas, de palabras que dicen todo y no dicen nada, de metáforas que nos alejan de aquello que intentan describir.
Dejemos la poesía volar, sí, pero no como quien abandona algo valioso, sino como quien libera un ave que ha estado enjaulada demasiado tiempo. Dejémosla ir sabiendo que volverá, pero transformada, salvaje de nuevo, verdadera. Que vuele sobre los campos donde trabajan los campesinos, sobre las ciudades donde late el caos y el orden, sobre los mares que no necesitan ser azules para ser hermosos, sobre las montañas que no piden ser conquistadas solo contempladas. Que vuele la poesía y nos traiga de vuelta noticias del mundo real, ese mundo que existe más allá de nuestros cuadernos y nuestras pantallas iluminadas en la madrugada.
Dame la mano, te digo una vez más, porque ese gesto contiene más poesía que mil sonetos perfectos. En el contacto de tu piel con la mía hay más verdad que en todas las bibliotecas del mundo. En el calor que se transmite de una palma a otra está la esencia misma de lo que somos: seres que necesitan tocar y ser tocados, que necesitan la certeza física del otro, que necesitan anclar su existencia en algo tangible antes de lanzarse al vuelo de lo intangible.
Y entonces sí, solo entonces, cuando hayamos caminado juntos lo suficiente, cuando nuestros pies hayan dejado huellas en la tierra húmeda, cuando hayamos respirado el mismo aire y sentido el mismo viento, cuando hayamos probado el mismo pan y bebido del mismo vaso, cuando hayamos permanecido en silencio sin incomodidad, mirando el atardecer que no es metáfora de nada sino simplemente un atardecer, solo entonces podremos regresar a la poesía, pero ya no seremos los mismos.
Regresaremos a ella como quien vuelve a casa después de un largo viaje, cargados de experiencias reales, de historias vividas no imaginadas, de cicatrices que son prueba de que estuvimos ahí, presentes, vivos, vulnerables. Y escribiremos entonces, si es que aún queremos escribir, pero lo haremos diferente. Las palabras saldrán de nosotros como sale el agua de un manantial, sin esfuerzo, sin artificio, puras y cristalinas. Ya no buscaremos la rima perfecta ni la imagen más brillante, porque habremos comprendido que la verdadera poesía no está en el cómo decimos las cosas sino en el qué tenemos que decir, y sobre todo, en el por qué.
Ven, dame esa mano que tiembla de incertidumbre, que duda entre el gesto y la retirada, que ha sido rechazada tantas veces que ya no sabe si debe extenderse. Dámela sin reservas, sin condiciones, sin la expectativa de que este encuentro sea eterno o siquiera largo. Dámela simplemente porque en este momento, en este instante fugaz que ya es pasado mientras lo nombramos, estamos aquí, tú y yo, dos seres humanos en medio del vasto universo indiferente, dos conciencias que se reconocen y deciden, contra toda lógica, contra toda sensatez, no estar solos.
Dejemos que la poesía vuele, que se remonte más allá de las nubes, más allá de las estrellas que tanto hemos invocado en nuestros versos sin realmente mirarlas. Que vuele hasta perderse de vista, hasta convertirse en un punto insignificante en el horizonte infinito. Y nosotros, aquí abajo, con los pies en la tierra y las manos entrelazadas, aprenderemos a vivir sin el filtro de las palabras, sin el refugio de las metáforas, desnudos ante la realidad que es más extraña, más hermosa y más terrible que cualquier cosa que hayamos imaginado.
Porque la vida, la verdadera vida, no cabe en los versos, se desborda, es demasiado vasta, demasiado compleja, demasiado caótica. Y sin embargo, cuando finalmente la tocamos, cuando la abrazamos con toda su imperfección y su desorden, descubrimos que no necesita ser poetizada para ser perfecta. Que su perfección reside precisamente en su imperfección, en su desorden, en su capacidad de sorprendernos y decepcionarnos a la vez, de levantarnos y derribarnos, de darnos todo y quitarnos todo en el mismo movimiento.
Dame la mano, te ruego ahora no con palabras sino con la urgencia de quien sabe que el tiempo se agota, que cada segundo que pasa es un segundo menos, que la muerte espera paciente al final del camino y no le importan nuestros versos, nuestras metáforas, nuestros intentos desesperados de detener el tiempo con palabras. Dame la mano y seamos inmortales a nuestra manera, no a través de los poemas que dejemos escritos sino a través de este momento compartido, de esta decisión de estar presentes el uno para el otro, de esta valentía de ser vulnerables y reales.
Y cuando finalmente la poesía regrese a nosotros, porque siempre regresa, la recibiremos como a una vieja amiga que nos ha perdonado por dejarla ir. Vendrá transformada, enriquecida por su viaje, llena de historias que contar y mundos que mostrar. Pero ya no seremos sus esclavos, sino sus compañeros. Ya no escribiremos para huir de la vida, sino para celebrarla. Ya no usaremos las palabras como escudo contra el dolor, sino como puente hacia la comprensión. Ya no haremos de la poesía una torre de marfil, sino un camino de tierra que todos pueden transitar.
Así que ven, dame esa mano que espera ser tomada, y caminemos juntos hacia el horizonte donde la poesía y la vida son una sola cosa, donde el verso y el gesto se funden, donde la palabra y el silencio se abrazan, donde todo lo que hemos separado vuelve a unirse en la totalidad que siempre fue. Dejemos que la poesía vuele, sí, pero volemos con ella, no como palabras en una página sino como seres de carne y hueso que han decidido que vivir es el poema más hermoso que jamás escribirán, aunque no quede registrado en ningún libro, aunque nadie lo lea excepto nosotros mismos, aunque se desvanezca con nuestro último aliento.
Porque al final, cuando todo se haya dicho y hecho, cuando los libros se cierren y las palabras se silencien, lo único que quedará será esto: el recuerdo de dos manos entrelazadas, el eco de dos corazones que latieron al mismo tiempo, la certeza de que, al menos por un momento, no estuvimos solos en esta inmensidad incomprensible que llamamos existencia.
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