Devorarnos en la urgencia del deseo
Hay algo de hambre antigua en esto de comernos a besos, algo que viene de antes del lenguaje, cuando el amor y la mordida eran la misma cosa y no había manera de distinguir entre la ternura y el instinto de devorar lo que más se ama. Porque amarte así es querer tragarte entera, convertirte en alimento que nutre algo más profundo que el cuerpo, algo que tiene que ver con esa sed metafísica de fundirse hasta desaparecer.
Te como a besos como quien se come una fruta prohibida en el jardín del edén de tu piel, con la desesperación de quien sabe que cada bocado es una pequeña muerte y un renacimiento. Tus labios son el manjar que devoro sin saciarme nunca, porque el apetito del amor es infinito y circular como el símbolo del ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, el deseo que se alimenta de su propia intensidad.
En cada beso hay algo de antropofagia sagrada, de ritual primitivo donde te mastico con los dientes del deseo y te trago con la lengua de la pasión, donde te digiero en el estómago del alma y te convierto en sangre que corre por mis venas. Comernos a besos es eso: la alquimia de transformar dos cuerpos en una sola carne hambrienta, el milagro cotidiano de hacer del amor un banquete donde somos simultáneamente el festín y los comensales.
Y después de comernos así, a dentelladas de ternura y mordiscos de eternidad, quedamos saciados por un instante breve, apenas un parpadeo cósmico, antes de que vuelva el hambre, antes de que regrese esa necesidad primordial de devorarnos otra vez, de comernos a besos hasta que no quede nada de nosotros excepto el sabor del otro en la boca y la certeza de que el amor verdadero siempre ha sido, en esencia, un acto de dulce canibalismo.
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