Yo no te olvido, habitas en un lugar donde nadie puede tocarte, donde nadie sabe que existes, donde nadie puede herirte, ni yo con mi olvido, ni tú con tu ausencia.
Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.
EL AUTO FUE TESTIGO...
El auto, cómplice de silencios y susurros, guarda entre sus curvas y asientos las huellas invisibles de nuestra pasión. Testigo mudo, enciende su motor no solo con gasolina, sino con la vibración de cada roce, de cada mirada que lanzamos desde la ventana empañada. En ese espacio reducido, donde el mundo se vuelve un eco distante, se despliegan los cielos interiores que habitamos. Cada frenada, cada acelerón, es un latido que nos acerca o separa, que dibuja mapas secretos sobre el cuero gastado y el metal frío. El auto no se mueve solo; se contagia del fuego que traemos dentro, del deseo que no se dice pero se siente en cada pasillo de asfalto recorrido juntos. Así, entre la velocidad y el destino, nuestro amor queda escrito en la memoria del volante, un relato que solo el tiempo y el silencio podrán leer.
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