Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

NUESTRA PRIMERA VEZ

Nuestra primera vez fue un ritual de pieles y suspiros, un temblor que empezó en los dedos y se extendió como fuego lento hasta incendiar cada rincón. El aire se volvió denso, pesado de deseo, y tus manos hablaron un idioma antiguo, el idioma que no necesita palabras porque ya lo sabe el cuerpo. Nos entregamos al vértigo de descubrirnos, a la búsqueda febril de un placer que escapaba a la razón. Cada estremecimiento fue una promesa secreta, cada roce un poema indecente que se escribía en la oscuridad. El mundo se redujo a la caricia inmediata, al sabor del aliento entrecortado y al pulso desbocado que marcaba el ritmo de nuestra entrega.

No fue solo un encuentro, sino una demolición de muros, un encuentro con la vulnerabilidad y con la fuerza primitiva que nos hizo protagonistas y testigos al mismo tiempo. Tocar y ser tocados era un diálogo sagrado, un pacto sin certezas salvo el fervor de la novedad que ardía y quemaba, que curaba y nos trastocaba. En esa primera vez, fuimos al mismo tiempo fuego y ceniza, deseo y calma, el caos perfecto donde nos perdimos sin miedo para encontrarnos para siempre.

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