Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

ALTO EN EL CAMINO

A veces, el cuerpo pesa como si cargara todas las mañanas del mundo, como si cada paso fuera un diálogo con el cansancio, ese viejo amigo que se sienta a la mesa sin pedir permiso. Me detengo, no porque quiera rendirme, sino porque el alma, esa tejedora incansable, necesita remendar sus hilos rotos. Hay días en que el corazón es un puño cerrado, apretando recuerdos y ausencias, y los pulmones piden un respiro, un silencio que no sea derrota, sino pausa.

Entonces miro el cielo, ese lienzo gastado donde las nubes dibujan promesas que no siempre entiendo, y me digo: está bien parar, está bien ser humano, frágil, incompleto. No es huir, es encontrarme. Recuperar el pulso, dejar que la piel respire el aire fresco de un instante sin apuro. Porque seguir adelante no siempre es correr, a veces es quedarse quieto, escuchar el rumor de la sangre, el latido que insiste, que murmura: todavía hay camino, todavía hay vida.

Y en ese alto, en ese paréntesis, me reconstruyo. No soy el héroe de nadie, ni siquiera el mío, pero soy este hombre que respira, que tropieza, que se levanta. Físicamente, un cuerpo que reclama descanso; emocionalmente, un mapa de cicatrices que aún brillan. Y sigo, porque el cansancio no es el fin, solo un lugar donde el alma se sienta a tomar mate, a conversar consigo misma, antes de volver a andar.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario