Cada vez que sientas que el lugar ya no es tuyo, que las paredes te miran con ojos de extrañeza, como si hubieras entrado sin permiso en la casa de otro, agradece. Agradece al suelo que sostuvo tus pasos, aunque ahora se sienta frío, distante, como un amigo que ya no te reconoce.
Agradece a las ventanas que dejaron pasar la luz, aunque hoy solo reflejen un gris que no explica nada. Agradece a las sillas que te abrazaron en las noches largas, cuando las palabras pesaban más que el silencio.
Cada vez que sientas que el aire se ha vuelto espeso, que los colores del lugar se desvanecen como fotos olvidadas en un cajón, despídete. No con aspavientos, no con gritos que reclamen justicia, sino con la calma de quien sabe que el tiempo no negocia. Despídete de los rincones donde dejaste risas, donde lloraste en voz baja para que nadie oyera.
Despídete de los espejos que guardan tu rostro de ayer, ese que ya no te pertenece del todo. Despídete con un gesto pequeño, un adiós que no necesita testigos, como quien cierra un libro sabiendo que no volverá a abrirlo.
Y vete. Vete sin mirar atrás, porque el pasado no es un ancla, sino un viento que empuja. Vete con los bolsillos llenos de lo aprendido, con las manos abiertas para lo que venga. Vete con la certeza de que los lugares no son eternos, pero tú sigues siendo el mismo caminante, el que lleva su hogar en los huesos, en la forma de mirar las estrellas, en la manera de callar cuando el mundo grita. Vete, porque el lugar que ya no es tuyo nunca fue más que un alto en el camino, y el camino, amigo, siempre está esperando.
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