Traté de encontrar respuestas escarbando en mí mismo, y tanto mi mente como mi corazón respondieron al unísono: "Estoy cansado de todo". Y no era un grito, no era un lamento, sino un susurro que se deslizaba como arena entre los dedos, como el último hilo de luz que se apaga en la ventana cuando el día se rinde. Cansado de las promesas que se quiebran como ramas secas, de los pasos que resuenan en calles que no llevan a ningún lado, de las palabras que se gastan de tanto repetirse sin llegar a ser verdad.
Me senté en el borde de mi alma, con los codos apoyados en las rodillas, mirando el suelo donde se amontonan los restos de lo que fui. Había escombros de sueños que alguna vez brillaron, pedazos de risas que se partieron en dos, y un eco de abrazos que ya no calientan. Escarbé más hondo, con las uñas rotas, buscando un motivo, una chispa, un "por qué" que me devolviera el pulso. Pero solo encontré silencio, un silencio pesado, como si el mundo entero se hubiera detenido a tomar aire.
Y sin embargo, en ese cansancio, en esa rendición callada, había algo vivo. No era esperanza, no todavía, pero sí una certeza pequeña, frágil, como un brote que insiste en romper la tierra. Estoy cansado, sí, pero no vencido. Porque en el fondo de mí, donde la sombra es más densa, sigue latiendo un murmullo que dice: "Descansa, pero no te detengas". Y entonces, con las manos sucias de tanto cavar, me levanté, no para correr, sino para caminar despacio, con la terquedad de quien sabe que el camino, aunque agotador, siempre guarda un rincón para empezar de nuevo.
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