Cuando la piel susurra, el tiempo se desvanece, se quiebra en pedazos diminutos, como un reloj que olvida su tic-tac y se rinde al roce de dos almas. No hay horas, no hay minutos, solo el leve murmullo de los poros que se buscan, que se encuentran en un idioma sin palabras, hecho de calor y temblores. La piel habla en susurros, cuenta secretos que el corazón no se atreve a pronunciar, y en cada roce, en cada caricia, el pasado se disuelve como arena entre los dedos, el futuro se calla, humilde, y el presente se vuelve eterno, un instante que no pide permiso para existir.
Es un roce suave, un dedo que traza mapas en la espalda, un aliento que se cuela en el cuello como un ladrón sigiloso. Y el tiempo, ese juez implacable, se detiene, avergonzado, porque no sabe competir con la verdad de la piel. No hay calendarios, no hay relojes, solo el latido compartido, el pulso que se sincroniza sin esfuerzo, como si siempre hubiera sido uno solo. La piel susurra y el mundo calla, los ruidos de la calle se apagan, las urgencias se desdibujan, y solo queda esa danza lenta, ese diálogo mudo que no necesita explicaciones.
Cuando la piel susurra, el tiempo no es más que un rumor lejano, una sombra que no se atreve a interrumpir.
Es la mano que encuentra otra mano, el abrazo que no pregunta, el beso que no cuenta los segundos. Y en ese instante, que no es instante sino todo, la vida se reduce a un roce, a un calor, a un susurro que dice: aquí estamos, aquí somos, y el tiempo, pobre tiempo, no tiene nada que hacer más que desaparecer.
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