Ella me robó un beso, así, sin aviso, como quien arranca una flor del jardín ajeno y se la lleva al pecho. Fue un instante, un relámpago de labios que se cruzó en la esquina de la tarde, cuando el sol ya se cansaba de brillar y la ciudad murmuraba su rutina. Me miró con esos ojos que saben más de lo que dicen, y el mundo, de pronto, se quedó mudo, como si alguien hubiera apagado el ruido de los autos, de las voces, del tiempo.
Me dijo que le encantó, con esa voz que tiene, que parece un secreto envuelto en terciopelo. Lo dijo como si fuera una confesión, pero también un desafío, como si me estuviera invitando a jugar en un tablero donde ella ya conocía todas las jugadas. Sus palabras se quedaron flotando, dibujando círculos en el aire, y yo, torpe, atrapado en el eco de su risa, no supe qué responder. ¿Qué se responde a un huracán que te atraviesa el alma?
Me preguntó qué sentí, y ahí me desarmó. Porque no era solo una pregunta, era un espejo que me ponía frente a mí mismo, frente a ese nudo de nervios y deseos que se me había enredado en el pecho. ¿Qué sentí? Sentí el vértigo de caer sin red, la tibieza de su aliento robándome el mío, el latido de un corazón que no sabía si era el suyo o el mío. Sentí que el mundo, por un segundo, tuvo sentido, y que ese sentido se escapaba entre mis dedos como arena.
Ella se fue, con su paso ligero, como si no hubiera sacudido mi universo. Y yo me quedé ahí, en la esquina de la tarde, con el sabor de su beso y la certeza de que, aunque no lo dijera, ella también había sentido algo. Porque los besos robados, los de verdad, siempre dejan huellas en los dos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario