Bajo el cielo roto, donde las nubes se deshacen como promesas, nos armábamos. Con palabras afiladas como espadas, con sueños que eran escudos, con latidos que forjaban armaduras de fuego. Cada paso, un clamor de metal; cada mirada, un juramento. Éramos fortalezas andantes, torres de hueso y deseo, alzadas contra el viento que susurra la derrota.
¿Por qué, entonces, nos abandonamos? ¿En qué grieta del tiempo se nos cayó la fe? Las armas, aún tibias, yacen en la hierba, oxidadas por lágrimas que no vimos caer. Los escudos, rajados, guardan el eco de risas que olvidamos. Nos armábamos tanto, amor, como si el mundo entero fuera un campo de batalla, como si el amor fuera guerra y no refugio.
Y sin embargo, en el silencio de las ruinas, donde los pájaros cantan sin saber de nuestras pérdidas, algo respira. Una chispa, un murmullo. Tal vez no nos abandonamos del todo. Tal vez, en el fondo de este desarme, late la pregunta que nos salvará: ¿y si, en vez de armarnos, aprendemos a abrazarnos?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario