Agradezco amanecer un nuevo día, y en la tersura de la luz que se cuela por la ventana, como un amante tímido que apenas roza la cortina, me detengo.
La ciudad, esa gran señora de concreto y prisas, aún duerme bajo el velo de la bruma, y yo, pequeño, insignificante, me alzo con el privilegio de ser testigo.
El café humea en la taza, su aroma es un verso que no necesita rima, y el pan cruje entre mis dedos como si el mundo entero, en su simplicidad, me hablara.
Agradezco el sol que no pregunta, que se derrama sin pedir permiso, y el rumor lejano de los cláxones, que son la voz ronca de esta bestia urbana que despierta.
Agradezco el latido que insiste en mi pecho, terco, sin promesas, y la memoria que me trae, en fragmentos, los rostros que amo, los que ya no están, los que aún no llegan. Este día, este lienzo virgen que la mañana me tiende, es un lujo que no merezco pero abrazo, con la avidez de quien sabe que cada amanecer es un milagro disfrazado de rutina.
Y así, entre el tic-tac del reloj y el susurro de las hojas que el viento acaricia, me digo: gracias, vida, por este instante que me prestas, por este día que, sin saberlo, ya es poesía.
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