Ella y yo, en el silencio que no pesa, que no hiere, que se tiende como un puente de susurros invisibles. No hacen falta las palabras, esas torpes herramientas que a veces tropiezan con el alma. Nos miramos, y en sus ojos hay un mapa, un rumbo que no necesita brújula, un idioma que se escribe en la piel y se lee en el pulso.
Es una danza quieta, la nuestra. Un roce de manos que dice lo que la boca calla, un parpadeo que cuenta historias de noches sin fin. Ella sabe, yo sé, y el aire entre nosotros se vuelve cómplice, cargado de significados que no precisan nombrarse. ¿Para qué las palabras, si su risa ya me cuenta el día que tuvo, si mi suspiro le confiesa el peso que cargo?
En la esquina del café, donde el mundo murmura sus prisas, nosotros hablamos sin hablar. Su dedo dibuja un círculo en la mesa, y yo entiendo que es un abrazo. Mi pie roza el suyo bajo la silla, y ella sonríe como si hubiera escuchado un poema. Es una extraña facultad, la nuestra, un idioma que no se aprende, que no se explica, que simplemente existe entre los dos, como un río que fluye sin pedir permiso.
Y cuando el día se apaga, cuando la ciudad se dobla bajo su propio cansancio, nos quedamos así, en esa quietud que no es vacío, sino refugio. Ella y yo, tejiendo un silencio que dice todo, que guarda todo, que nos salva de la torpeza de las palabras. Porque entre nosotros, el amor no necesita voz, solo el latido compartido, solo la certeza de sabernos sin decir.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario