Nuestras poesías se conectaron, ¿sabes?, como dos ríos que se encuentran en la quietud de un valle, sin alarde, sin mapas, sin promesas que pesen más que el aire. Se miraron de reojo, tímidas al principio, como si temieran romperse al tocarse. Pero luego, ay, luego se fusionaron, y fue un torrente suave, un murmullo que no necesita nombres ni fechas.
Lo demás, lo que sigue, es un latido que no se explica. Es el roce de las manos en la mesa de un café, el silencio que dice más que las palabras, la risa que se escapa sin permiso. Es algo que se disfruta, como morder una fruta madura bajo el sol, como caminar descalzo sobre la hierba todavía húmeda. No se olvida, no, porque se queda enredado en los pliegues del alma, en esos rincones donde guardamos lo que no decimos.
Y no se cuenta, porque hay cosas que no caben en las palabras, que se deshacen si intentas atraparlas con tinta. No se escribe, porque el papel no entiende de susurros ni de miradas que se cruzan como versos sueltos. Es nuestro, apenas nuestro, un secreto que no pesa, un instante que no pide eternidad, pero que, sin querer, la roza.
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