Ahora, en la penumbra de mi cuerpo que despierta, agradezco. Sí, agradezco esta diabetes que, como un farol impertinente, me alumbró los rincones oscuros de mi descuido. Antes corría tras los días, ciego, con el corazón desbocado y el alma enredada en prisas. Pero llegó ella, la dulce intrusa, y me obligó a mirarme, a reconocerme en la carne y en el hueso, a escuchar el latido que me sostiene.
Gracias a Dios por mi diabetes, porque ahora cuido mi salud como quien riega un jardín que había olvidado. Ahora mis pasos son más lentos, pero más firmes; camino con la certeza de quien sabe que cada día es un préstamo. Ahora cuido mi cuerpo, este viejo compañero que soporta mis torpezas y mis sueños, y lo trato con la ternura que merece un amigo fiel. Lo nutro, lo muevo, lo dejo descansar en la quietud de la noche.
Ahora cuido mi alimentación, y en cada bocado hay una elección, un pequeño acto de amor hacia mí mismo. Ya no engullo la vida sin saborearla; mastico despacio, agradezco los colores en mi plato, el milagro de la tierra que se hace alimento. Ahora cuido mis horas de sueño, y en ese silencio oscuro me encuentro con mis pensamientos, los abrazo, los dejo ir. El sueño es un refugio, un regreso a la calma que había extraviado.
Y ahora, sobre todo, cuido mi paz mental. He aprendido a soltar las tormentas que no me pertenecen, a cerrar la puerta a las angustias que no tienen nombre. Mi mente es un río que busco mantener claro, sin lodo, sin prisas. Quiero vivir sano y fuerte, no por vanidad, no por miedo, sino por la sencilla alegría de estar vivo, de respirar hondo, de mirar el cielo y sentir que aún tengo tiempo.
Gracias a Dios por mi diabetes, porque me enseñó a quererme un poco más, a ser guardián de mi propio existir. Quiero vivir el resto que me quede de vida, no como un náufrago, sino como un navegante que conoce su rumbo, que ama su barca, que agradece cada ola.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario