Conforme avanzan los años, me vuelvo más solitario e introspectivo, como un árbol que, sin quejarse, deja caer sus hojas en un otoño que no promete primaveras. No es tristeza, no, o al menos no siempre. Es más bien un diálogo callado con los rincones de mí mismo, esos que antes esquivaba por miedo a sus sombras. Las calles, que alguna vez fueron un bullicio de pasos y promesas, ahora me hablan en susurros, y yo las escucho con una calma que no sabía que tenía.
Hay días en que el mundo se me antoja un teatro donde todos recitan sus papeles, y yo, sentado en la última fila, prefiero observar, tomar notas en el cuaderno gastado de mi alma. No es que renuncie a los abrazos o a las risas compartidas; es que, a veces, el silencio me abraza mejor, y la risa que nace dentro, aunque solitaria, tiene un eco más hondo. Me pregunto si será esto envejecer: aprender a querer la propia compañía, como quien descubre un libro olvidado en un estante y encuentra en sus páginas un refugio.
Conforme avanzan los años, me vuelvo más introspectivo, sí, pero no es un encierro. Es un viaje hacia adentro, donde las preguntas no siempre tienen respuesta, pero se vuelven viejas amigas. Y en esa soledad, que no es vacío sino plenitud callada, encuentro pedazos de mí que no sabía que existían: un niño que aún juega con cometas rotas, un joven que guarda sueños en los bolsillos, un hombre que aprende, a paso lento, a reconciliarse con sus grietas.
Tal vez sea esto la vida: un aprender a estar solo para estar mejor con los otros, un mirar hacia dentro para no perder de vista el horizonte. Conforme avanzan los años, me vuelvo más solitario, pero también más mío. Y en ese rincón quieto donde habito, sigo buscando, con ternura y sin prisas, el sentido de todo lo que fui y lo que aún puedo ser.
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