Bajo el cielo de neón, donde las luces parpadean como párpados de un dios insomne, me detengo en el umbral de un bar que huele a cerveza rancia y a sueños rotos. Me hubiera gustado conocer a Bukowski, sentarme en su mesa coja, entre botellas vacías y cenizas que narran su propia épica. Hablarle del silencio que pesa como un ladrillo en el pecho, del amor que se desliza como arena entre los dedos, de la ciudad que mastica almas y escupe versos.
Sus ojos, dos brasas gastadas, me mirarían desde el otro lado del vaso, y su risa, áspera como papel de lija, cortaría el aire. “La vida es un trago amargo”, diría, “pero a veces, entre el vómito y la resaca, encuentras una verdad que brilla como un cuchillo”. Y yo, con la lengua torpe de quien ha vivido poco y sentido demasiado, le preguntaría cómo se escribe cuando el corazón es un puño cerrado, cómo se ama cuando el mundo es un cuarto vacío.
En la penumbra, su voz sería un río de grava, contándome de mujeres que eran hogueras, de noches que eran túneles sin fin. Me hablaría de la poesía que no se escribe, sino que se arranca de las tripas, de la belleza que hiere porque es cierta. Y yo, aprendiz de sombras, tomaría notas en servilletas manchadas, buscando en sus palabras el mapa de un país donde el dolor es moneda y la soledad, un espejo.
Fuera, la ciudad seguiría su danza de fierro y humo, pero dentro, en ese instante, el tiempo se doblaría como una hoja. Bukowski, con su rostro de mapa arrugado, alzaría su copa y brindaría por los perdidos, por los que escriben porque no saben callar. Y yo, al salir, llevaría en el alma un eco de su risa, un fragmento de su furia, y la certeza de que la vida, aun rota, es un poema que no termina.
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