Cuando me pierdo en la profundidad de tu mirada, descubro que el universo no está allá arriba, suspendido en la noche infinita, sino aquí, latiendo en el ambar de tus pupilas. Cada vez que parpadeas, constelaciones enteras nacen y mueren en el espacio de un segundo, y yo soy testigo de esa creación perpetua que solo tú sabes desatar.
Hay nebulosas doradas que se extienden desde el centro de tu iris hasta los bordes, como ríos de luz que fluyen hacia mí, acortando distancias que parecían imposibles de recorrer. Esas galaxias que los astrónomos buscan con telescopios gigantes, las tengo aquí, a centímetros de mis labios, girando en espirales perfectas dentro de ti.
Me pregunto si sabes que cuando me miras, me conviertes en explorador de mundos nuevos. Cada expresión tuya es un planeta por descubrir, cada sonrisa una estrella que ilumina rincones de mi alma que no sabía que existían. Y es extraño, porque lo que está tan lejos en el cosmos, lo que tardaría años luz en alcanzar, lo encuentro completo en el pequeño universo de tus ojos.
Tal vez por eso cuando estamos juntos, el tiempo se curva como dicen que hace cerca de los agujeros negros. Las horas se vuelven segundos, los segundos se estiran hacia la eternidad. Y en ese espacio-tiempo nuestro, donde solo existimos tú y yo, esas galaxias lejanas se vuelven íntimas, se vuelven nuestras, como si hubiéramos firmado un contrato secreto con el universo para que toda su belleza cupiera en este momento.
Son tan hermosas, tan nuestras, estas constelaciones privadas que solo yo puedo ver cuando te acercas. Y me doy cuenta de que no necesito viajar a las estrellas para tocar el infinito, porque el infinito vive en la forma en que me miras, en la manera en que tu universo personal se abre para mí, convirtiendo lo imposiblemente distante en algo tan cercano como un susurro.
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