La frecuencia exacta
Estar compenetrados es descubrir que existe una frecuencia exacta, una vibración imperceptible que atraviesa el aire entre dos personas hasta volverlas cómplices de algo que no tiene nombre. Como cuando él piensa en café y ella ya está moliendo los granos, o cuando ella busca una palabra que se le escapa y él la pronuncia sin haberla oído pensar.
No es que se lean la mente, eso sería demasiado fácil, demasiado irreal, es que han aprendido a respirar el mismo aire de una manera particular, a habitar el mismo espacio como si fueran dos instrumentos afinados por el mismo diapasón. Sus silencios no son ausencia sino presencia concentrada, sus miradas no preguntan porque ya saben, sus gestos se completan en el aire como frases que se escriben solas.
Estar compenetrados es caminar por la calle y detenerse al mismo tiempo frente a la misma vitrina sin haberse puesto de acuerdo, es despertar en la madrugada y encontrar que el otro también está despierto, mirando el techo con los mismos pensamientos que no necesitan traducirse en palabras. Es sentir hambre a la misma hora, reírse del mismo absurdo, entender que el día ha terminado exactamente en el mismo momento.
Hay algo perturbador en esta sincronía, algo que desafía las leyes de la probabilidad y la lógica. Como si hubieran firmado un pacto secreto con el universo, como si hubieran encontrado la manera de convertir dos soledades en una sola, pero sin perderse en el camino, sin diluirse hasta desaparecer.
Porque estar compenetrados no es ser lo mismo sino ser complementarios, no es fusionarse sino encontrar el ritmo perfecto en el que dos historias distintas pueden contarse simultáneamente sin contradecirse, creando una tercera historia que solo existe cuando están juntos, que solo se puede leer cuando se conoce la frecuencia exacta en la que ambos corazones decidieron, sin saberlo, empezar a latir.
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