No es que haya decidido quedarme en este lugar donde las tardes se vuelven polvo y los recuerdos se acumulan como hojas secas en los rincones del alma. No es que mi corazón haya elegido la distancia como morada permanente, ni que mis pasos hayan encontrado en el alejamiento una nueva forma de caminar por el mundo. Es que un día, al voltear para buscar la senda que me trajo hasta aquí, descubrí que había desaparecido como se desvanecen los sueños al despertar.
Las calles que una vez conocí de memoria ahora me resultan extrañas, como si alguien hubiera movido las piedras de lugar mientras yo no miraba. Los nombres de las esquinas se han borrado del mapa de mi memoria, y las referencias que solía usar para orientarme se han convertido en fantasmas que ya no me reconocen. El viento cambió de dirección y con él se llevó las señales que marcaban el sendero de vuelta.
Aquí estoy, no por elección sino por extravío, contando los días como quien cuenta las estrellas de una constelación que ya no existe. El tiempo ha tejido nuevas geografías en mi ausencia, ha construido puentes donde antes había abismos y ha cavado barrancos donde antes se extendían los llanos. La casa que era mi destino quizá sigue ahí, con sus ventanas encendidas esperando, pero yo he perdido el idioma que me permitía leer las indicaciones del regreso.
No es olvido lo que me detiene; es desorientación. No es desamor lo que me aleja; es la pérdida del mapa invisible que conectaba mi presente con mi pasado. Camino en círculos, persiguiendo mi propia sombra, esperando que algún día las calles vuelvan a hablarme en el lenguaje que solía entender, que las brújulas recuperen su norte y que el camino de regreso aparezca de nuevo, como una revelación, entre la niebla del tiempo.
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