Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

MARCHARSE A TIEMPO

Hay una sabiduría silenciosa en reconocer el momento exacto en que las palabras se vuelven ecos vacíos, cuando los gestos pierden su música y las miradas se transforman en territorio extranjero. No es cobardía sino lucidez: entender que el amor también tiene estaciones, y que insistir en el verano cuando ya llegó el invierno es condenarse a la nostalgia perpetua.

Se marcha uno cuando todavía quedan algunos rescoldos de ternura, antes de que la costumbre devore lo que un día fue asombro. Cuando aún es posible recordar sin rencor, cuando las heridas están frescas pero no infectas. Porque marcharse tarde es quedarse para siempre con el sabor amargo de lo que pudo ser y no fue, de las palabras que se dijeron de más y de las que faltaron.

El amor verdadero a veces exige la valentía de soltar. No por falta de sentimiento, sino por exceso de comprensión. Hay vínculos que se nutren de la distancia, que florecen en la memoria mejor que en la proximidad. Marcharse a tiempo es un acto de amor hacia lo que fue, hacia lo que somos, hacia lo que el otro merece ser sin nosotros.

Y uno se va llevando lo mejor: las mañanas de domingo, la risa compartida, el temblor de las primeras caricias. Se va dejando lo más pesado: las discusiones circulares, los silencios que hieren, la sensación de vivir en traducción constante. Porque marcharse bien es un arte que se aprende tarde, pero que una vez dominado, libera tanto al que se va como al que se queda.

Al final, el tiempo le da la razón a quienes supieron leer las señales, a quienes entendieron que amar también es saber cuándo parar. Y en esa distancia necesaria, a veces, florece algo nuevo: no el amor que fue, sino la gratitud por lo que pudo darnos antes de agotarse.

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