Jamás hubo un accidente tan bonito como cuando se cruzaron tu mirada y la mía.

NO PEDÍA MUCHO

Había en mis manos una medida exacta del amor, como quien guarda agua cristalina en el cuenco de las palmas. Te la ofrecí toda, gota a gota, sin reservas ni cálculos mezquinos. Era mi corazón hecho torrente, mi tiempo convertido en presencia, mis palabras tejidas con la seda de la verdad más pura. No pedía a cambio montañas de oro ni promesas eternas grabadas en mármol. 

Solo quería que tus ojos me miraran con la misma intensidad con que los míos buscaban tu rostro en cada amanecer. Que tus manos se extendieran hacia las mías con la misma urgencia con que las mías volaban hacia ti como pájaros sedientos. Que tu voz pronunciara mi nombre con esa música secreta que solo conocen quienes aman de verdad, la misma música que yo ponía en cada sílaba tuya.

Pero el amor, descubrí, no siempre es un espejo que devuelve lo que se le entrega. A veces es un pozo profundo donde nuestros gestos se pierden como piedras en la oscuridad. Y yo seguí dando, creyendo que la constancia podría enseñarte el idioma de la reciprocidad, que mis caricias podrían escribir en tu piel las palabras que nunca aprendiste a decir.

No pedía mucho. Solo pedía la justicia simple del corazón: que quien recibe amor sepa también darlo, que quien es amado comprenda el peso hermoso de amar. Pero quizás mi error fue creer que el amor se puede enseñar, cuando en realidad es un don que nace desde adentro, como la luz desde las estrellas, imposible de forzar, imposible de fingir.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario