El tiempo, serpiente de cristal que se desliza sin ruido, se enrosca en la sombra de un instante y se desvanece en el espejo del ahora. No lo vemos, pero su aliento roza la piel del mundo, un murmullo de siglos que canta en los huesos del roble y en el latido de la piedra. Es un río sin orillas, un fuego que no consume, un ojo que nos mira desde el fondo de nosotros mismos.
En la plaza vacía, donde el sol acaricia los adoquines, el tiempo se detiene y respira. Es un pájaro de luz que se posa en el hombro de la tarde, un silencio que se quiebra en el tañido de una campana. Lo mágico del tiempo no está en su fuga, sino en su pausa: ese relámpago donde lo eterno y lo efímero se abrazan, donde el niño que fuimos conversa con el anciano que seremos.
Bajo el arco de una noche estrellada, el tiempo se desnuda. No es línea ni círculo, sino espiral que asciende y desciende, tejiendo constelaciones en el telar del alma. Cada estrella, un recuerdo; cada sombra, un presagio. Y en el centro, nosotros, navegantes de un barco sin rumbo, bebiendo el vino amargo y dulce de los instantes.
Lo mágico del tiempo es su doble faz: nos hiere y nos sana, nos arranca y nos siembra. Es el umbral donde lo imposible se hace carne, donde el amor escribe su nombre en la arena y el viento, cómplice, lo guarda para siempre. Es la danza de lo invisible, el roce de lo eterno en la palma de la mano, el susurro que dice: eres, porque pasas; pasas, porque eres.
Y así, en el umbral de un día que aún no amanece, el tiempo me toma de la mano y me lleva a su jardín secreto. Allí, las horas florecen como magnolias, y cada pétalo guarda un secreto del universo. Lo miro, y no es un reloj, ni un abismo, ni una cadena. Es un canto, un relámpago, una puerta entreabierta hacia lo que siempre ha sido.
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