En el cruce fugaz de tus ojos con los míos, se tejía un idioma sin palabras, un murmullo de almas que se reconocían en el silencio. Era como si el mundo, con su ruido y su prisa, se detuviera para escuchar el diálogo secreto de nuestras pupilas.
Tus ojos, dos faros en la bruma, me contaban historias de mares sin fin, de noches donde las estrellas susurraban promesas que el alba olvidaba. Y los míos, torpes pero sinceros, respondían con versos desordenados, con anhelos que no sabían nombrarse.
Nuestras miradas hablaban de lo que no nos atrevíamos a decir, de los sueños que guardábamos bajo la piel, de los miedos que se escondían tras nuestras sonrisas. En ese instante, éramos más que cuerpos: éramos hilos de luz entrelazándose en el vacío, un poema que se escribía sin tinta ni papel.
Nuestras miradas hablaban, y el tiempo se rendía ante ellas. Cada parpadeo era un capítulo, cada destello una confesión. Pero el mundo, celoso, nos arrancó de ese lenguaje sin voz. La vida siguió su curso, y nosotros, con ella, nos perdimos en caminos que no cruzan.
Ahora, en la quietud de la memoria, busco tus ojos en los reflejos del pasado. Y aunque no los encuentro, siento aún el eco de lo que dijimos sin hablar, un susurro que me persigue como el viento en las hojas. Nuestras miradas hablaban, y en su silencio, dejaron un vacío que aún canta tu nombre.
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